sábado, 12 de marzo de 2016

LEYENDA  “EL SUSPIRO DEL MORO”

I
Del cortejo de Boabdil  al abandonar Granada
Con urgencia entre las sierras
después de una noche larga,
entre nubes  antracitas,
se abría la madrugada
y por cerros de Padul,
el cortejo caminaba.
Iba ascendiendo, imparable,
camino  de  La Alpujarra.
donde los Reyes Católicos,
tras unificar España,
permitieron a Boabdil
que, a vivir, se retirara
cuando  rindió   la ciudad
y el gran reino de Granada.
Iban las caballerías
con aguaderas cargadas
de legumbres, trigo, carne,
aceite , fruta escarchada…,
baúles llenos de ropa:
aljubas, marlotas, capas,
albornoces, capellares,
abalorios de oro y plata.
En cofres también, alfanjes,
puñales y cimitarras,
instrumentos musicales,
espejos y bellas lámparas,
pebeteros y perfumes,
las corazas más preciadas…
Acompañando a Boabdil,
su madre, llamada Aixa.
el visir y los escribas,
Ahmed, la bella Moraima
y nobleza granadina
que al Sultán aún respetaba.
También criadas y esclavos
llevando oro en un  arca
que  vigilaban,  atentos,
soldados con fieras  armas. 
II 
Primer suspiro: la ciudad
En la ladera del monte,
miró el Sultán  a Granada.
¡Qué gran hermosa  ciudad,
al pie de Sierra Nevada!
Sobre dos suaves colinas,
Albaicín  y  la Alhambra,
destacando los palacios
y torres de la Alcazaba.
Verdeaban los  jardines
entre  las casas muy blancas
y talleres descendían
por  las calles apiñadas
con herreros, tejedores
zapateros de gran fama,
cuchilleros, carpinteros,
fabricantes de fragancias,
caldereros, curtidores…
Y la lonja con subastas
de productos de Almería
y de tierras más lejanas.
Con  minaretes dorados
y destellos de cerámica
la mezquita principal,
donde  los viernes se oraba;
lleno de color, el zoco,
con mil voces que volaban
de las tiendas  con esencias,
a  sederías muy caras,
desde alfombras a tapices
o a las más lujosas lámparas.
Bajo el puente del Cadí,
el Darro  con  aguas claras
caminando hasta el Genil
al  pie de recias murallas.
Los cielos limpios, sin nubes,
sobre las nieves más altas.
El corazón de Boabdil
suspiró mientras miraba:
_¡Ay de mí, soy desterrado
de la ciudad de Granada!_.
Desde los ojos rodaron,
como diamantes, dos lágrimas.
III
Segundo  suspiro: los palacios
Triste, levantó la vista
a  torres de la Alcazaba
y a los lujosos palacios
donde antes se alojara.
Hermoso, el Generalife;
extraordinaria, la Alhambra.
Aún con los ojos cerrados
¿recordar?  Sí. Recordaba
el oasis  de  frescura
como  regalo del agua,
los fulgores de la luz
y  la opulencia de estancias:
el Mexuar  con celosías
donde con la ley hablaba,
el salón de Embajadores
cuya bóveda fantástica
miraba  desde Ocho Cielos
a la corte congregada;
con sus bellos ventanales
el mirador de  Daraja,
muda belleza de encaje
en yeserías caladas.
Engarzado en el paisaje
era como una   arracada
del frenesí de  verdores
con que vestía Granada.
O el patio de los Leones,
donde siempre  gorjeaba
la brisa entre las columnas
bellos cánticos de agua,
techumbres y capiteles,
cerámicas estrelladas
cristaleras, celosías
con cuya  luz tamizada
jugaban  los mil colores
de las paredes  y tacas,
columnas de porte altivo,
estucos, piedra labrada…,
el perfume de jardines
paseando por las salas,
estanques y surtidores,
el agua rodando clara…
El corazón de Boabdil
suspiró mientras miraba:
_¡Ay de mí, soy desterrado
de la ciudad de Granada!_.
Desde los ojos rodaron,
como diamantes, dos lágrimas.
IV
Tercer suspiro: La vega
Bajó los ojos y vio
la hermosa vega, arrasada.
Aún con los ojos abiertos,
¿recordar?  sí, recordaba
la fertilidad  infinita
que rodeaba Granada.
Destacaban las moreras
entrelazadas las ramas,
alimento de gusanos
que la seda fabricaban;
higueras con  dulces higos,
ciruelos, uvas de parra,
manzanos, altos nogales,
membrillos, rojas granadas…
Entre los huertos acequias,
con aguas rodando mansas
y multitud de hortalizas:
nabos, habas, calabazas
para los ricos arropes,
legumbres y remolacha
y, acercándose al lugar
desde donde contemplaba,
trigales al sol dorados,
las espigas de cebada,
bancales llenos de olivos,
y almendros de almendras blandas.
En las cumbres de las sierras
la blancura deslumbraba
coronando un paraíso
de belleza y abundancia.
¡Qué paisaje tan distinto
al que ahora contemplaba!
Era invierno. Densas nieblas
cubrían  la vega baja
ocultando tierra muerta
llena de rastrojos, parda,
flor inútil de la guerra
tierra vacía, sin alma…
Soledad en las arboledas.
Silencio en las enramadas.
Triste doraba la luz,
las frialdades del agua
en  recorridos sin rumbo
entre alquerías y casas
y hasta las sierras sufrían
derrotas de nieve blanca.
El corazón de Boabdil
suspiró mientras miraba:
_¡Ay de mí, soy desterrado
de la ciudad de Granada!_.
Desde los ojos rodaron,
como diamantes, dos lágrimas.
V
Dureza de la despedida: de las palabras de Aixa  a Boabdil
En corcel enjaezado
árabe, de pura raza,
iba el Sultán cabalgando.
Llevaba una larga capa
color rojo carmesí
con media luna bordada.
Engalanada en dorado,
sobre el cuerpo, la coraza.
A la cintura, en el cincho,
la espada, toda de plata,
con filigrana en el puño,
reflejaba las montañas.
Quiso marchar  a escondidas
durante el alba temprana.
Quiso evitar el horror
del desprecio que causaba.
Sentía sudores fríos,
aquella fría  mañana.
Perdía brisas de trinos,
gozos de verdes fragancias,
música de surtidores,
limpios espejos de agua
abrazando el arrayán
los pétalos de la Alhambra,
poesía  de la  piedra
bajo la luz más dorada.
Perdía lo más querido:
la posesión más preciada.
Despedía   con angustia
la Sabica coronada,
alhaja de los Sultanes,
ahora en manos cristianas.
Con el corazón partido
de dolor y de añoranza,
gemían  los ojos vueltos,
ciegos, sin fe ni  esperanza.
El corazón de Boabdil
suspiró mientras miraba:
¡Ay de mí, soy desterrado
de la ciudad de Granada!
Desde los ojos rodaron,
como diamantes, dos lágrimas.
Se acercó hasta  el Sultán
su madre, la honesta Aixa
y le dijo a Boabdil
cuando vio cómo lloraba:
_“Llora como una mujer
por  el reino de Granada.
Como hombre no supiste
defender, lo que tú  amabas”
Silencio. Sólo silencio
en el fondo de su alma.
Silencio. Sólo  silencio
y  enrojecida , la cara.
Silencio. Sólo silencio.
Vergüenza del que fracasa.
Las brumas del desconsuelo
se expandían en bandadas
sobre la cabeza vuelta
en la  dura retirada.
Lenta  giraba la senda
la  ladera desgarrada
y las sombras del cortejo,
con la tristeza más árida
despidieron  la ciudad
que quedaba a sus espaldas.
Las  voces, todas  a  una,
se alzaron de las gargantas
y una lluvia de alaridos
cayó sobre las montañas.
Y luego, todo silencio
y hacia el Sultán, las miradas.
Boabdil espoleó
las riendas que lo llevaban.
Fuera se oyeron  los cascos
que golpeaban con rabia.
Dentro  gritaba   el dolor
por abandonar Granada.
VI  Epílogo
El sol  giraba en el cielo
prendido entre tibias llamas.
Al frente sierras de Líjar;
al oeste, de Almijara.
Pendientes y barranqueras
bajo indomables montañas
abrazaban  al cortejo
que, implacable, se alejaba.
Entre retamas, romeros,
esparteras y aulagas,
bajo el peso del silencio,
opresor de la garganta,
el  dolor   se hacía  sed
y  Granada era el agua.
Ni la luna del Magreb
ni las  estrellas que hablaban
ofrecieron  fiel ayuda
ni  señales de esperanza.
El hambre era señora
de la ciudad asediada.
El ejército, un  retazo,
sin la fuerza  necesaria
para defender palacios
y fortalecer murallas…
Nadie entendería nunca
que la rendición pactada
fuese   lluvia  generosa
sobre la ciudad  que amaba.
Nunca deseó  ver sangre
bajo cuatro mil espadas
ni correr entre las calles
el río de la venganza.
No, la muerte de notables
ni su estirpe aniquilada,
ni las almas de inocentes
gimiendo sobre almohadas.
El amor que le llovía
desde rincones del alma
deseaba  dar la vida
por  la vida de su amada,
pero la guerra destruye
con la fuerza de  sus  garras
y  prefería  marchar
al destierro en La Alpujarra
antes que ver la belleza,
a la que tanto él amaba,
bajo el tifón de combates,
en los suelos , arrasada.
El corazón de Boabdil
suspiró mientras pensaba:
¡Vive, aunque lejos  de mí ¡
¡Vive, mi bella Granada!
Desde los ojos rodaron,
como diamantes, dos lágrimas.

Ana Egea
Leyendas del Reino de Granada. Registrado

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